Como se echó a perder mi barrio por la multiculturalidad
CÓMO SE ECHÓ A PERDER MI BARRIO POR LA MULTICULTURALIDAD, Peter Whittle,
Times (London)
Esta parte del Sureste de Londres nunca fue rica. Era un barrio de gente sencilla. El gran acontecimiento del barrio fue la apertura del primer McDonald del Reino Unido en el comienzo de los años setenta. Pero tenía algo parecido a una identidad colectiva. Ahora, se me antoja fragmentado, con distintas comunidades étnicas que viven unas junto a las otras, a veces de forma tensa, a veces de forma violenta y siempre con una sensación de vacío en el aire.
Como en todas partes en este país, los 40 y tantas negocios de mi barrio del Suroeste de Londres hace mucho que perdieron su tradicional carnicero, panadero y pescadero ante el avance imparable de las grandes superficies. Pero algo que no parecía muy necesario era un negocio ofreciendo transferencias internacionales de dinero.
Sin embargo, caminando hace poco a través de esta poco elegante pero segura calle en mi camino hacia la estación de Woolwich Arsenal, me dí cuenta de que entre las vitrinas de negocios de comida rápida, peluquerías especializadas y carnicerías nuevas, había tres nuevas de este tipo. ¿Tres tiendas entre 40? Debe existir una gran demanda de tales servicios.
Es un lugar bien distinto a lo que Rod Liddle bautizó en The Spectator la semana pasada como la “media luna de oro” de Londres. 10 millas al Norte de Woolwich este semicírculo de influencia (y prosperidad) se extiende de Ealing al Oeste, a través de Notting Hill y Hampstead, hasta Islington al Este. Es la sede de la élite periodística, académica y política del Reino Unido que decide sobre cómo deberíamos sentir sobre la multiculturalidad pero tiene una experiencia deformada de cómo funciona.
La postura oficial en la milla de oro de Liddle es que debemos congratularnos por la diversidad, lo cual es una conclusión sencilla si—con
independencia de su color de piel y tu país de nacimiento—tus vecindarios étnicamente heterogéneos son prósperos y comparten tu visión de las cosas. Y cualesquiera que los recelos que en privado pueda tener la gente, el pensamiento de grupo que se da cita en los restaurantes en torno al Norte de Londres asume que compartes su mensaje.
El estupendo panfleto de Anthony Browne sobre lo políticamente correcto, “La Retirada de la Razón”, describe de qué manera, a pesar de los frecuentes llamamientos en favour de “una discusión franca y completa”, cualquier debate real en Europa sobre multiculturalidad e inmigración ha sido relegado durante años—a veces, como en Holanda, con consecuencias desastrosas.
La consecuencia de haber silenciado los aspectos más negativos de la culturalidad y de haber rechazado su existencia como algo propio de un racismo loco, de forma que no pudiese hablar de ellos en público, está empezando a apreciarse. Al igual que la mayor parte de Londres, Woolwich—que un día fue asentamiento de una importante presencia militar—y su vecina Plumstead, han sido testigos de una afluencia de inmigrantes y peticionarios de asilo en los últimos años, sobre todo de miles de miles somalíes. Lo que un día fue un barrio predominantemente de clase media blanca con unas minorías bien integradas (sinceramente aceptadas) se ha vuelto completamente multirracial.
Esta parte del Sureste de Londres nunca fue rica. Era un barrio de gente sencilla. El gran acontecimiento del barrio fue la apertura del primer McDonald del Reino Unido en el comienzo de los años setenta. Pero tenía algo parecido a una identidad colectiva.
Ahora, se me antoja fragmentado, con distintas comunidades étnicas que viven unas junto a las otras, a veces de forma tensa, a veces de forma violenta y siempre con una sensación de vacío en el aire.
Es difícil no sentir que el boom de negocios de transferencias de dinero es precisamente un elemento que contribuye a aumentar la atmósfera de transitoriedad. Ahora a veces , en calles a las que estoy acostumbrado desde mi juventud en los años sesenta, estoy agobiado por la sensación de que este lugar ya no contribuye a otorgarme mis raíces identificables, que ahora sólo soy uno de los muchos que por casualidad viven aquí, sin un mayor vínculo histórico o sentimental al lugar que la persona de al lado.
Este anonimato puede ser lo que la gente esté buscando cuando eligen vivir en el centro de una gran ciudad, pero es un sentimiento difícil de asumir en un barrio de las afueras que ha visto la mayor parte de tu existencia. Qué más da, puedes decirte. ¿No es esto nostalgia de la peor clase? Es probable que tu rodilla se esté sacudiendo con fuerza. Esta no es la imagen que quieres presentar. Sólo se trata de un deplorable ataque a la multiculturalidad, un fanático rechazo a sumarse a la ovación universal en honor a la sonriente coalición arco-iris que constituye la capital.
Powellismo en estado puro (*por Enoch Powell).
Bueno, no exactamente. Como dice el viejo dicho, la definición de racista es cualquiera que le esté ganando al argumentar polemizar con un progresista—alguien que, después de todo, está acostumbrado a determinar las líneas principales de lo que será aprobado en el debate nacional, está aislado de las consecuencias de sus opiniones, y no le preocupa demasiado que le desafíen.
Pero a pesar de la creciente preocupación a izquierda y derecha por los efectos de la inmigración masiva y la multiculturalidad, la élite de oro que rige el país aún no se han hecho a la idea de que puede haber millones de personas a lo largo y ancho del país que son tolerantes en sus opiniones y que detestan las posturas extremistas, pero que están profundamente preocupados por la forma en la que sus barrios pueden verse afectados por estos cambios sociales y culturales de gran alcance, sobre los cuales apenas tienen ningún control.
La multiculturalidad puede parecer una idea estupenda en Islington, pero tal coexistencia pacífica está lejos de ser la norma en nuestras ciudades del Norte , y las quiebras en el barniz multicultural en las partes más pobres de Londres son cada vez más visibles.
Asesinatos estremecedores como el del joven Thomas ap Rhys Pryce (asesinado a palos sin motivo por cinco pakistaníes) hace que los blancos de clase media se encogan de miedo, que la fractura en la vida social de nuestras ciudades no concuerda con la adornada versión oficial.
Además, la opinión políticamente correcta de que todo conflicto racial tiene su origin en los prejuicios de los blancos hacia otros grupos étnicos, es desmentido por las tensiones existentes entre grupos no-europeos.
Sin duda Woolwich acogió hace un par de años al presentador negro Darcus Howe, que vino aquí para filmar un documental para el Canal 4 y encontró recelo, abusos y a veces violencia extrema entre hindúes y somalíes.
Deprimido, Howe—ciertamente no es alguien de la extrema derecha—se encontró con problemas similares entre jóvenes hindúes y pakistaníes en Walsall, en las afueras de Birmingham.
La realidad es que, si alguien se felicita por la diferencia lo suficiente, nadie eventualmente sentirá lo mismo sobre nada. En Londres, por ejemplo, existen más de 150 lenguas diferentes—una hecho evidente en el tren repleto en el que voy a casa todos los días.
Mientras que en algunos esto puede alagar su sentido de cosmopolitismo, ¿No es posible que para otros, en un contexto cotidiano, ello pueda conducir a una alienación inconsciente. Ya nunca más puedes hacer presunciones sobre tus vecinos, y con esto desaparece cualquier sentido de experiencia práctica compartida. También podrás estar menos seguro sobre la reacción de los otros—y, en un caso extremo, quizás mucho menos dispuesto a intervenir si ves que alguien está siendo atacado en el autobús por protestar por la conducta antisocial de otros, como ocurrió en Londres el año pasado. Podemos felicitarnos eternamente a nosotros mismos por la creación de un melting-pot, pero deberíamos ocuparnos más de que no se alcance mediante la alienación de muchos.
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